martes, 4 de diciembre de 2018

La Oración


Nuestra catequesis sobre la familia de este mes está dedicada a la necesidad de la oración.


Una de las quejas más frecuentes de muchos cristianos tiene que ver con el tiempo:

"Debería orar más…; quisiera hacerlo, pero no tengo tiempo"

Esta es una queja sincera, el corazón humano busca siempre la oración, incluso sin saberlo; y no tiene paz si no la encuentra. Pero para que se encuentre, es necesario cultivar en el corazón un amor “cálido” por Dios, un amor afectivo.

El primer mandamiento utiliza el lenguaje intenso del amor: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu".

¿Podemos pensar en Dios como la caricia que nos mantiene con vida, antes de la cual no hay nada? ¿Una caricia de la cual nada, ni siquiera la muerte, nos puede separar?
Dios piensa en nosotros, nos acompaña en el camino de la vida, nos protege, ¡y sobretodo nos ama!


Un corazón habitado por el amor a Dios convierte en oración incluso un pensamiento sin palabras, o una invocación delante de una imagen sagrada, o un beso enviado hacia la iglesia.

Es hermoso cuando las madres enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en eso! En aquel momento el corazón de los niños se transforma en lugar de oración.

La oración es un don del Espíritu Santo. ¡No olvidemos nunca pedir este don para cada uno de nosotros!

El Espíritu de Dios tiene su modo especial de decir en nuestros corazones “Abbà”, “Padre”, nos enseña a decir Padre precisamente como lo decía Jesús.

Este don del Espíritu es en familia donde se aprende a pedirlo y apreciarlo. Si lo aprendes con la misma espontaneidad con la que aprendes a decir “papá” y “mamá”, lo has aprendido para siempre.


El tiempo de la familia, lo sabemos bien, es un tiempo complicado y concurrido, ocupado y preocupado. Siempre es poco, nunca es suficiente. Siempre hay tantas cosas que hacer.

El espíritu de la oración restituye el tiempo a Dios, sale de la obsesión de una vida a la que le falta siempre el tiempo, reencuentra la paz de las cosas necesarias y descubre la alegría de los dones inesperados.

Debemos aprender de Dios la armonía de los ritmos familiares: la belleza de la fiesta, la serenidad del trabajo, el espíritu de oración.

Que la oración brote de la escucha de Jesús, de la lectura del Evangelio, no olvidemos cada día leer un pasaje del Evangelio. Que la oración brote de la confianza con la Palabra de Dios.

El Evangelio leído y meditado en familia es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Y por la mañana y por la noche, y cuando nos sentamos en la mesa, aprendamos a decir juntos una oración, con mucha sencillez: es Jesús el que vive entre nosotros.

En la oración de la familia, en sus momentos fuertes y en sus pasos difíciles, somos confiados los unos a los otros, para que cada uno de nosotros en la familia sea custodiado por el amor de Dios.

Cfr. Audiencia Papa Francisco 26 de agosto del 2015

lunes, 3 de diciembre de 2018

El Trabajo y la Familia


En la catequesis de este mes reflexionamos sobre el trabajo y la familia.
El trabajo es necesario para mantener a la familia, criar a los hijos y asegurar una vida digna a los seres queridos. De una persona seria, honrada, lo más hermoso que se puede decir es: «es un trabajador», se trata de alguien que trabaja, que en la comunidad no vive a expensas de los demás.

El trabajo, en todas sus formas, comenzando por la labor del ama de casa, se ocupa del bien común, y es en la familia donde se aprende a trabajar, con el ejemplo de los padres: papá y mamá que trabajan por el bien de la familia y de la sociedad.

La Sagrada Familia de Nazaret se presenta como una familia de trabajadores y Jesús mismo era conocido como el “hijo del carpintero” o incluso “el carpintero”. San Pablo, decía a los cristianos: "el que no quiera trabajar, que no coma" (2 Ts 3,10), refiriéndose específicamente a la falsa espiritualidad de algunos que, de hecho, vivían sobre las espaldas de sus hermanos sin hacer nada (2 Ts 3,11).
Oración y Trabajo deben ir de la mano. La falta de trabajo daña el espíritu, así como la falta de oración daña la actividad práctica, y es por eso que la oración y el trabajo deben estar siempre unidos, en armonía.

El trabajo es algo propio de la persona humana, y expresa su dignidad de ser creada a imagen de Dios. Por ello se dice que el trabajo es sagrado.
Por eso, la gestión del trabajo supone una gran responsabilidad humana y social, que no se puede dejar en manos de unos pocos o del mercado, el trabajo da dignidad a una familia. Tenemos que rezar para que no falte el trabajo en una familia.

El trabajo forma parte del proyecto de Dios Creador, la tierra es confiada al cuidado y al trabajo del hombre, la belleza de la tierra y la dignidad del trabajo fueron hechas para estar unidas. Ambas van juntas: la tierra llega a ser hermosa cuando el hombre la trabaja.
Por el contrario, cuando el trabajo se separa de la alianza de Dios con el hombre y la mujer, cuando se separa de sus cualidades espirituales, provoca el abatimiento del alma, corrompe la vida de la sociedad y la contaminación de su hábitat.

La moderna organización del trabajo muestra a veces una tendencia peligrosa a considerar a la familia como un estorbo, como un peso para la productividad del trabajo. Pero preguntémonos: ¿Qué productividad? ¿Y para quién?".

Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, u obstaculiza su camino, podemos estar seguros que la sociedad humana ha comenzado a trabajar contra sí misma.

Las familias cristianas tienen la gran misión de manifestar los aspectos esenciales de la creación de Dios: la identidad y el vínculo del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el trabajo que cuida la tierra y la hace habitable.
Que Dios nos conceda acoger su llamada con alegría y esperanza, la llamada al trabajo para dar dignidad a nosotros mismos y a la propia familia.

Cfr. Audiencia Papa Francisco  19 de agosto del 2015.

miércoles, 3 de octubre de 2018

La Fiesta y los Días de Descanso


Este mes abrimos un pequeño camino de reflexión sobre tres dimensiones en la vida de la familia: la fiesta, el trabajo y la oración.

Iniciamos diciendo que los días de descanso son una invención de Dios,

"El séptimo día, Dios concluyó la obra que había hecho, y cesó de hacer la obra que había emprendido. Dios bendijo el séptimo día y lo consagró, porque en él cesó de hacer la obra que había creado" (Gn 2,2-3)


Dios mismo nos enseña la importancia de dedicar un tiempo a contemplar y a gozar de lo que en el trabajo se ha hecho bien.

Por tanto, la fiesta o los días de descanso, no es la pereza de estar en el sofá o la emoción de diversiones vacías. La fiesta es sobre todo una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho. Se festeja el trabajo.

Los esposos, en su matrimonio, festejan el trabajo del tiempo de noviazgo, es el tiempo de la fiesta de ver crecer a los hijos, o los nietos, de mirar la casa, los amigos y la comunidad que los rodea.


Puede suceder que esta fiesta llegue en circunstancias difíciles y dolorosas, se celebra quizás con un nudo en la garganta, sin embargo le pedimos a Dios la fuerza para celebrarla.

También en el ambiente del trabajo, sin dejar de lado los deberes, es bueno un toque de fiesta, celebrar un cumpleaños, un matrimonio, un nuevo nacimiento, una despedida o una llegada es importante hacer fiesta. Son momentos de unión que: ¡Nos hacen bien!


El verdadero tiempo de la fiesta interrumpe el trabajo profesional, y es sagrado, porque recuerda al hombre y a la mujer que están hechos a imagen de Dios, que no son esclavos del trabajo, sino señores.

Desafortunadamente hay hombres, mujeres e incluso niños esclavos del trabajo y ¡esto va contra Dios y contra la dignidad de la persona humana!

El tiempo de descanso, sobre todo el del Domingo, está destinado a nosotros, para que podamos gozar de lo que no se produce ni consume, no se compra ni se vende. Sin embargo, vemos que el consumismo y el materialismo quieren comerse también la fiesta, que la reducen a una forma de hacer dinero y gastarlo.


El tiempo de la fiesta y el descanso es sagrado, porque Dios lo habita de una forma especial. La Eucaristía del Domingo lleva a la fiesta toda la gracia de Jesucristo: su presencia, su amor, su sacrificio, su hacerse comunidad, su estar con nosotros… Y así cada realidad recibe su sentido pleno: el trabajo, la familia, las alegrías y las fatigas de cada día, también el sufrimiento y la muerte; todo es transfigurado por la gracia de Cristo.


La vida familiar, vista a través de los ojos de la fe, nos parece mejor que los cansancios que implica. Nos aparece como una obra de arte de sencillez, bella porque no es falsa, sino capaz de incorporar en sí todos los aspectos de la vida verdadera.

La fiesta es un valioso regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no la arruinemos!

Cfr. Audiencia Papa Francisco  13 de agosto del 2015.

martes, 28 de agosto de 2018

Los Divorciados en Nueva Unión

Nuestra reflexión sobre la familia, de este mes está dedicada al cuidado de aquellos que, después del irreversible fracaso de su vínculo matrimonial, han comenzado una nueva unión.


La Iglesia sabe bien que esta situación contradice el sacramento del matrimonio; sin embargo su mirada viene siempre de un corazón de Madre, que animado por el Espíritu Santo, busca siempre el bien y la salvación de las personas. Es por esto que siente el deber de “discernir bien las situaciones”, por ejemplo, distinguiendo entre quién ha sufrido la separación y quién la ha provocado.

Debemos mirar estas nuevas uniones con los ojos de los niños, pues son ellos quienes más sufren. Es urgente desarrollar en nuestras comunidades una acogida real hacia las personas que viven tales situaciones. Después de todo ¿cómo podríamos animar y aconsejar a estos padres hacer todo para educar a los hijos en la vida cristiana, si los tenemos alejados de la vida de la comunidad?


El número de estos niños y jóvenes es de verdad grande. Es importante que ellos sientan a la Iglesia como Madre atenta a todos, dispuesta siempre a la escucha y al encuentro.

Es necesaria una fraterna y atenta acogida en el amor y en la verdad, a los bautizados que han establecido una nueva convivencia, después del fracaso del matrimonio sacramental.

Estos hermanos nuestros no están excomulgados, y no deben ser tratados como tales: ellos forman parte siempre de la Iglesia.


La comunidad debe acogerlos y animarlos, para que vivan y desarrollen cada vez más su pertenencia a Cristo y a la Iglesia: con la oración, con la escucha de la Palabra de Dios, con la frecuencia a la liturgia, con la educación cristiana de los hijos, con la caridad y el servicio a los pobres, con el compromiso por la justicia y la paz.

La imagen del Buen Pastor (Jn 10, 11-18) resume la misión que Jesús ha recibido del Padre: la de dar la vida por las ovejas. Tal actitud es un modelo también para la Iglesia, que acoge a sus hijos como una Madre que dona su vida por ellos. 


Estamos llamados a ser siempre la Casa abierta del Padre, ninguna puerta debe estar cerrada. Todos pueden integrar la comunidad. La Iglesia es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas.

Del mismo modo todos estamos llamados a imitar al Buen Pastor. Las familias cristianas podemos colaborar con el cuidado a las familias heridas, acompañándolas en la vida de fe de la comunidad. Cada uno haga su parte asumiendo la actitud del Buen Pastor, que conoce a cada una de sus ovejas ¡y a ninguna excluye de su infinito amor!

Cfr. Audiencia Papa Francisco 5 de agosto del 2015.









martes, 31 de julio de 2018

Las Heridas de la Familia

Este mes reflexionamos sobre las heridas que se abren en el seno de la convivencia familiar, es decir, cuando en la familia misma nos hacemos mal.


En ninguna historia familiar faltan los momentos donde la intimidad de los afectos más queridos es ofendida por el comportamiento de uno de sus miembros, Palabras, acciones y omisiones que, en vez de expresar amor, lo apartan, o aún peor lo acaban.

Cuando estas heridas, que son remediables, se descuidan, se agravan: se transforman en prepotencia, hostilidad y desprecio. Y en este momento pueden hacerse más profundas, dividiendo al marido y la mujer, e inducen a buscar en otra parte comprensión, apoyo y consolación. Pero a menudo estos “apoyos” no piensan en el bien de la familia.

La pérdida del amor conyugal ocasiona resentimiento en las relaciones y, con frecuencia este resentimiento y esta división “cae” sobre los hijos. Son los niños los que resultan más lastimados y con heridas en su alma.


Preguntémonos… ¿Sabemos qué es una herida del alma?, ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta a un niño, en las familias que se tratan mal y donde se rompe el vínculo de la fidelidad conyugal?, ¿Cuánto pesan nuestras decisiones equivocadas en el alma de un niño?

Cuando los adultos pierden la cabeza, cuando cada uno piensa sólo en sí mismo, cuando papá y mamá se hacen daño, el alma de los niños sufre mucho, experimenta la desesperación, y son heridas que dejan marca toda la vida.


Cuando un hombre y una mujer, que se comprometieron a ser “una sola carne” y a formar una familia, piensan de manera obsesiva en sus exigencias de libertad y gratificación personal, esta actitud mella profundamente en el corazón y la vida de los hijos, que son carne de su carne. Todas las heridas y todos los abandonos del papá y de la mamá inciden en la carne viva de los hijos


Por otra parte, es verdad que hay casos donde la separación es inevitable. A veces puede llegar a ser incluso moralmente necesaria, cuando se trata de proteger al cónyuge más débil, o a los hijos pequeños de las heridas más graves causadas por la prepotencia y la violencia, el desaliento, la explotación y la indiferencia.

No faltan, gracias a Dios, esposos que apoyados en la fe y en el amor por los hijos, dan testimonio de su fidelidad a un vínculo en el que han creído, aunque parezca, a veces imposible hacerlo revivir. Sin embargo, no todos los separados sienten esta vocación, no reconocen en la soledad el llamado que el Señor les dirige.

A nuestro alrededor tenemos familias que sufren las heridas de la separación, ¿Cómo ayudarlas? ¿Cómo acompañarlas? ¿Cómo lograr que los niños no se conviertan en rehenes del papá o de la mamá?


Pidamos al Señor una fe grande, para mirar la realidad con la mirada de Dios; y una gran caridad, para acercarnos a las personas con un corazón misericordioso.

Cfr. Audiencia Papa Francisco  24 de junio del 2015.


martes, 26 de junio de 2018

El Duelo en la Familia


En este mes reflexionamos sobre el duelo, en la vida de nuestras familias. 


La muerte es una experiencia que toca a todas las familias sin excepción. Forma parte de la vida. Sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parece natural. 

Para los padres, la pérdida de un hijo o una hija es algo especialmente doloroso, es como si se detuviera el tiempo, se abre un abismo que se lleva el pasado y el futuro. 

Algo similar sufre también el niño que queda solo, por la pérdida de uno de los padres, o de los dos. La pregunta, “¿Dónde está papá? ¿Dónde está mamá?, expresa la angustia en el corazón del niño, que queda solo. 


En estos casos, la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y, al cual, no sabemos dar explicación alguna. Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. 

En la experiencia familiar del luto, no se debe negar el derecho al llanto –tenemos que llorar en el luto. También Jesús se echó a llorar y se conmovió en su espíritu por el grave luto de una familia que amaba (Cf. Jn 11, 33-37) 


Las familias dan un testimonio sencillo y fuerte cuando perciben, ante el durísimo paso de la muerte, también el seguro paso del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. 

En el pueblo de Dios, con la gracia divina, muchas familias demuestran con los hechos que la muerte no tiene la última palabra. La familia en el luto, encuentra la fuerza de custodiar la fe y el amor que nos unen a quienes amamos. 

La oscuridad de la muerte se debe afrontar con un trabajo de amor más intenso. 

En la luz de la Resurrección del Señor, nosotros podemos quitar a la muerte su “aguijón”; podemos impedir que envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro. 


En esta fe, podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor venció a la muerte una vez para siempre. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la nada. La esperanza nos asegura que están en las manos de Dios. 

El amor es más grande que la muerte; el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido. 


Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una solidaridad de los vínculos familiares, puede hacerlos más fuertes, con una nueva apertura al dolor de las demás familias, con una nueva fraternidad familiar que nace y renace en la esperanza de nuestra fe. 

Cfr. Audiencia Papa Francisco 17 de junio del 2015.

sábado, 26 de mayo de 2018

Familia y Enfermedad


En este mes reflexionamos un aspecto muy común en la vida de nuestras familias: la enfermedad. Esta es una experiencia en nuestra vida, consecuencia de nuestra fragilidad, la enfermedad la vivimos generalmente en familia, desde niños y sobre todo como ancianos.


En el ámbito de los vínculos familiares, la enfermedad de las personas que queremos nos llena de sufrimiento y de angustia. Para un padre y una madre, muchas veces es más difícil soportar el mal de un hijo, de una hija, que el propio.


La familia, podemos decir, ha sido siempre el hospital más cercano, son la mamá, el papá, los hermanos, las abuelas quienes garantizan las atenciones y ayudan a sanar.

Jesús se presenta públicamente como alguien que lucha contra la enfermedad y que vino para sanar al hombre de todo mal: el mal del espíritu y el mal del cuerpo. Él nunca fue indiferente, curar a los enfermos está incluso por encima de la ley, por eso los doctores de la ley  lo perseguían, porque curaba en sábado. Para Jesús dar la salud y hacer el bien es lo más importante.

Jesús manda a los discípulos a realizar su misma obra y les da el poder de curar a los enfermos. Recordemos el episodio del ciego de nacimiento, los discípulos discutían quién había pecado, si él o sus padres, para provocar su ceguera. El Señor lo dice claramente: ni él, ni sus padres; sucedió así para que se manifiesten en él las obras de Dios; y entonces lo cura. He aquí la gloria de Dios, he aquí la tarea de la Iglesia. Ayudar a los enfermos, no quedarse en las palabras, ayudar siempre, consolar, aliviar, estar cerca de ellos; esta es nuestra tarea.



"Ante la enfermedad, también surgen dificultades en la familia, a causa de la debilidad humana. Pero, en general, el tiempo de la enfermedad refuerza los lazos familiares". 

Es importante educar a los hijos desde pequeños en la solidaridad en el momento de la enfermedad. Una educación que deja de lado la sensibilidad por la enfermedad humana, aridece el corazón y hace que los jóvenes sean indiferentes al sufrimiento de los demás.


La debilidad y el sufrimiento de nuestros seres más queridos pueden ser una escuela de vida y más aún cuando están acompañados por la oración y la cercanía afectuosa y solidaria de los familiares.

La comunidad cristiana sabe que no hay que dejar sola a la familia en la prueba de la enfermedad.

Esta proximidad cristiana, de familia a familia, es un verdadero tesoro para la parroquia; un tesoro de la sabiduría, que ayuda a las familias en tiempos difíciles y nos hace entender el Reino de Dios.

Cfr. Audiencia del Papa Francisco 10 de junio del 2015.

domingo, 29 de abril de 2018

Familia y Pobreza.


Este mes iniciamos una serie de reflexiones acerca de la vulnerabilidad de la familia, de algunas situaciones que la ponen a prueba, la familia tiene muchos problemas y pasa por situaciones difíciles, una de estas pruebas es la pobreza.


Hay numerosas familias que viven en pobreza, en las ciudades y en zonas rurales, a pesar de esta situación estas familias pobres buscan vivir con dignidad su vida diaria, a menudo confiando abiertamente en la bendición de Dios. Esta lección, sin embargo no debe justificar nuestra indiferencia, sino aumentar nuestra vergüenza por el hecho de que exista tanta pobreza.


Es casi un milagro que, en medio de la pobreza, la familia siga formándose, e incluso conservando –como puede- la especial humanidad de sus relaciones.

La economía actual se ha especializado en gozar del bienestar individual, pero practica ampliamente la explotación de los vínculos familiares, esto es una contradicción grave, el intenso trabajo de la familia no se cotiza en dinero, sin embargo la formación interior de la persona y la circulación social de los afectos tienen en el trabajo familiar su fundamento, si lo quitamos todo se viene abajo.


No es sólo cuestión de pan. Hablamos de trabajo, de educación, de salud. Es importante entender bien esto. Nos conmueve ver la imagen de niños desnutridos y enfermos en varias partes del mundo, al mismo tiempo nos conmueve también la mirada resplandeciente de niños que carecen de todo, cuando muestran con orgullo su lápiz y su cuaderno. ¡Y cómo miran con amor a sus maestros! Cuando hay miseria los niños sufren, porque ellos quieren el amor, los vínculos familiares.

Nosotros cristianos debemos estar cada vez más cerca de las familias que la pobreza pone a prueba. Todos conocemos a alguien, a un papá o a una mamá sin trabajo…y a una familia que sufre.


La miseria social golpea a la familia y en algunas ocasiones la destruye. La falta o la pérdida del trabajo, inciden con fuerza en la vida familiar, poniendo a prueba las relaciones. 

A los factores materiales se suma el daño causado a la familia por modelos familiares, difundidos por los medios de comunicación basados en el consumismo y el culto de la apariencia, que influyen en las clases sociales más pobres e incrementan la disgregación de los vínculos familiares. Cuidemos a las familias, cuidemos los afectos, cuando la pobreza pone a prueba la familia.

La Iglesia es madre, y no debe olvidar este drama de sus hijos. También ella debe ser pobre, para llegar a ser fecunda y responder a tanta miseria. Una Iglesia pobre es una Iglesia que practica una sencillez voluntaria en la propia vida. 


Oremos intensamente al Señor, que nos sacuda, para ser protagonistas, para ser cercanos a aquellas familias que pasan por la prueba de la pobreza y de la miseria, no olvidemos que el juicio de los necesitados, de los pequeños y los pobres anticipa el juicio de Dios. (Mt. 25, 31-46). 

Cfr. Audiencia del Papa Francisco 3 de junio del 2015.



miércoles, 4 de abril de 2018

El Noviazgo

Nuestra reflexión de este mes está dedicada al noviazgo, a su relación con la confianza, la familiaridad y la fidelidad. Familiaridad con la vocación que Dios dona, porque el matrimonio es ante todo una llamada de Dios.


Hoy los jóvenes pueden elegir casarse partiendo de un amor mutuo, pero esta libertad de elección requiere de una consciente armonía de la decisión, no sólo de un simple acuerdo que nace de la atracción o del sentimiento, de un momento o de un breve tiempo.

El noviazgo es el tiempo en el cual los dos, el hombre y la mujer, están llamados a realizar un buen trabajo sobre el amor, un trabajo compartido que va a la profundidad. Ambos se descubren despacio, mutuamente. El hombre conoce a esta mujer, su novia y la mujer conoce a este hombre, su novio.

No debemos subestimar la importancia de este aprendizaje, de este conocerse, el amor lo requiere, no es sólo una felicidad despreocupada o una emoción encantada.

“Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gn 1, 31).

De esta cita del libro del Génesis, podemos comprender que el amor de Dios, que dio origen al mundo, no fue una decisión improvisada. El amor de Dios creó las condiciones de una alianza irrevocable, sólida, destinada a durar.


La alianza de amor entre el hombre y la mujer, alianza por la vida, no se improvisa, no se hace de un día para el otro. No existe el matrimonio exprés: es necesario trabajar en el amor, es necesario caminar. 

La alianza entre el hombre y la mujer se aprende y se afina. Es una alianza artesanal. 

Hacer de dos vidas una vida sola, es incluso casi un milagro, un milagro de la libertad y del corazón, confiado a la fe.


Los novios deben comprometerse más en este punto, trabajar en el amor, quien pretende querer todo y enseguida, luego cede también en todo y sucumbe ante la primera dificultad. No hay esperanza para la confianza y la fidelidad, si prevalece la costumbre de consumir el amor, como un complemento del bienestar personal. Esto no es el amor.

El noviazgo fortalece la voluntad de custodiar juntos algo que jamás deberá ser comprado o vendido, traicionado o abandonado, por más atractiva que sea la oferta.

La Iglesia en su sabiduría, custodia la distinción entre ser novios y ser esposos –no es lo mismo- no despreciemos esta enseñanza, que se nutre de la experiencia del amor conyugal felizmente vivido. Los símbolos fuertes del cuerpo poseen las llaves del alma: no podemos tratar los vínculos de la carne con ligereza, sin abrir alguna herida duradera en el espíritu (1 Cor 6, 15-20).


El noviazgo es un itinerario de vida que debe madurar como la fruta, es un camino de maduración en el amor, hasta el momento que se convierte en matrimonio. Muchas parejas están juntas mucho tiempo, tal vez también en la intimidad, conviviendo, pero no se conocen de verdad, por ello se debe reevaluar el noviazgo como tiempo de conocimiento mutuo y de compartir un proyecto.

Este camino de preparación al matrimonio, se debe valer del testimonio sencillo pero intenso de los cónyuges cristianos, de la escucha de la Palabra de Dios, de la oración y de los sacramentos, a través de los cuales el Señor viene a morar en los novios y los prepara para acogerse de verdad uno al otro con la gracia de Cristo; y la fraternidad con los pobres y con los necesitados.


Que cada pareja de novios piense en esto y uno le diga al otro: “te convertiré en mi esposa, te convertiré en mi esposo”. Que el noviazgo sea de verdad tiempo de iniciación al descubrimiento de los dones espirituales con los cuales el Señor, a través de la Iglesia, enriquece el horizonte de la nueva familia que se dispone a vivir en su bendición.

Cfr. Audiencia Papa Francisco  27 de mayo del 2015