Nuestra reflexión de este mes
está dedicada al noviazgo, a su relación con la confianza, la familiaridad y la
fidelidad. Familiaridad con la vocación que Dios dona, porque el matrimonio es
ante todo una llamada de Dios.
Hoy los jóvenes pueden elegir
casarse partiendo de un amor mutuo, pero esta libertad de elección requiere de
una consciente armonía de la decisión, no sólo de un simple acuerdo que nace de
la atracción o del sentimiento, de un momento o de un breve tiempo.
El noviazgo es el tiempo en el
cual los dos, el hombre y la mujer, están llamados a realizar un buen trabajo
sobre el amor, un trabajo compartido que va a la profundidad. Ambos se
descubren despacio, mutuamente. El hombre conoce a esta mujer, su novia y la
mujer conoce a este hombre, su novio.
No debemos subestimar la
importancia de este aprendizaje, de este conocerse, el amor lo requiere, no es
sólo una felicidad despreocupada o una emoción encantada.
“Vio Dios todo lo que había
hecho, y era muy bueno” (Gn 1, 31).
De esta cita del libro del
Génesis, podemos comprender que el amor de Dios, que dio origen al mundo, no
fue una decisión improvisada. El amor de Dios creó las condiciones de una
alianza irrevocable, sólida, destinada a durar.
La alianza de amor entre el
hombre y la mujer, alianza por la vida, no se improvisa, no se hace de un día
para el otro. No existe el matrimonio exprés: es necesario trabajar en el amor,
es necesario caminar.
La alianza entre el hombre y la mujer se aprende y se
afina. Es una alianza artesanal.
Hacer
de dos vidas una vida sola, es incluso casi un milagro, un milagro de la libertad
y del corazón, confiado a la fe.
Los novios deben comprometerse
más en este punto, trabajar en el amor, quien pretende querer todo y enseguida,
luego cede también en todo y sucumbe ante la primera dificultad. No hay
esperanza para la confianza y la fidelidad, si prevalece la costumbre de
consumir el amor, como un complemento del bienestar personal. Esto no es el
amor.
El noviazgo fortalece la
voluntad de custodiar juntos algo que jamás deberá ser comprado o vendido,
traicionado o abandonado, por más atractiva que sea la oferta.
La Iglesia en su sabiduría,
custodia la distinción entre ser novios y ser esposos –no es lo mismo- no
despreciemos esta enseñanza, que se nutre de la experiencia del amor conyugal
felizmente vivido. Los símbolos fuertes del cuerpo poseen las llaves del alma:
no podemos tratar los vínculos de la carne con ligereza, sin abrir alguna
herida duradera en el espíritu (1 Cor 6, 15-20).
El noviazgo es un itinerario de
vida que debe madurar como la fruta, es un camino de maduración en el amor,
hasta el momento que se convierte en matrimonio. Muchas parejas están juntas
mucho tiempo, tal vez también en la intimidad, conviviendo, pero no se conocen
de verdad, por ello se debe reevaluar el noviazgo como tiempo de conocimiento
mutuo y de compartir un proyecto.
Este camino de preparación al
matrimonio, se debe valer del testimonio sencillo pero intenso de los cónyuges
cristianos, de la escucha de la Palabra de Dios, de la oración y de los sacramentos,
a través de los cuales el Señor viene a morar en los novios y los prepara para
acogerse de verdad uno al otro con la gracia de Cristo; y la fraternidad con
los pobres y con los necesitados.
Que cada pareja de novios
piense en esto y uno le diga al otro: “te convertiré en mi esposa, te convertiré
en mi esposo”. Que el noviazgo sea de verdad tiempo de iniciación al
descubrimiento de los dones espirituales con los cuales el Señor, a través de la
Iglesia, enriquece el horizonte de la nueva familia que se dispone a vivir en
su bendición.
Cfr.
Audiencia Papa Francisco 27 de mayo del
2015
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