miércoles, 4 de abril de 2018

El Noviazgo

Nuestra reflexión de este mes está dedicada al noviazgo, a su relación con la confianza, la familiaridad y la fidelidad. Familiaridad con la vocación que Dios dona, porque el matrimonio es ante todo una llamada de Dios.


Hoy los jóvenes pueden elegir casarse partiendo de un amor mutuo, pero esta libertad de elección requiere de una consciente armonía de la decisión, no sólo de un simple acuerdo que nace de la atracción o del sentimiento, de un momento o de un breve tiempo.

El noviazgo es el tiempo en el cual los dos, el hombre y la mujer, están llamados a realizar un buen trabajo sobre el amor, un trabajo compartido que va a la profundidad. Ambos se descubren despacio, mutuamente. El hombre conoce a esta mujer, su novia y la mujer conoce a este hombre, su novio.

No debemos subestimar la importancia de este aprendizaje, de este conocerse, el amor lo requiere, no es sólo una felicidad despreocupada o una emoción encantada.

“Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gn 1, 31).

De esta cita del libro del Génesis, podemos comprender que el amor de Dios, que dio origen al mundo, no fue una decisión improvisada. El amor de Dios creó las condiciones de una alianza irrevocable, sólida, destinada a durar.


La alianza de amor entre el hombre y la mujer, alianza por la vida, no se improvisa, no se hace de un día para el otro. No existe el matrimonio exprés: es necesario trabajar en el amor, es necesario caminar. 

La alianza entre el hombre y la mujer se aprende y se afina. Es una alianza artesanal. 

Hacer de dos vidas una vida sola, es incluso casi un milagro, un milagro de la libertad y del corazón, confiado a la fe.


Los novios deben comprometerse más en este punto, trabajar en el amor, quien pretende querer todo y enseguida, luego cede también en todo y sucumbe ante la primera dificultad. No hay esperanza para la confianza y la fidelidad, si prevalece la costumbre de consumir el amor, como un complemento del bienestar personal. Esto no es el amor.

El noviazgo fortalece la voluntad de custodiar juntos algo que jamás deberá ser comprado o vendido, traicionado o abandonado, por más atractiva que sea la oferta.

La Iglesia en su sabiduría, custodia la distinción entre ser novios y ser esposos –no es lo mismo- no despreciemos esta enseñanza, que se nutre de la experiencia del amor conyugal felizmente vivido. Los símbolos fuertes del cuerpo poseen las llaves del alma: no podemos tratar los vínculos de la carne con ligereza, sin abrir alguna herida duradera en el espíritu (1 Cor 6, 15-20).


El noviazgo es un itinerario de vida que debe madurar como la fruta, es un camino de maduración en el amor, hasta el momento que se convierte en matrimonio. Muchas parejas están juntas mucho tiempo, tal vez también en la intimidad, conviviendo, pero no se conocen de verdad, por ello se debe reevaluar el noviazgo como tiempo de conocimiento mutuo y de compartir un proyecto.

Este camino de preparación al matrimonio, se debe valer del testimonio sencillo pero intenso de los cónyuges cristianos, de la escucha de la Palabra de Dios, de la oración y de los sacramentos, a través de los cuales el Señor viene a morar en los novios y los prepara para acogerse de verdad uno al otro con la gracia de Cristo; y la fraternidad con los pobres y con los necesitados.


Que cada pareja de novios piense en esto y uno le diga al otro: “te convertiré en mi esposa, te convertiré en mi esposo”. Que el noviazgo sea de verdad tiempo de iniciación al descubrimiento de los dones espirituales con los cuales el Señor, a través de la Iglesia, enriquece el horizonte de la nueva familia que se dispone a vivir en su bendición.

Cfr. Audiencia Papa Francisco  27 de mayo del 2015





 
                                                         

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