Nuestra catequesis sobre la
familia de este mes está dedicada a la necesidad de la oración.
Una de las quejas más frecuentes
de muchos cristianos tiene que ver con el tiempo:
"Debería orar más…;
quisiera hacerlo, pero no tengo tiempo"
Esta es una queja sincera, el
corazón humano busca siempre la oración, incluso sin saberlo; y no tiene paz si
no la encuentra. Pero para que se encuentre, es necesario cultivar en el
corazón un amor “cálido” por Dios, un amor afectivo.
El primer mandamiento utiliza el
lenguaje intenso del amor: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todo tu espíritu".
¿Podemos pensar en Dios como la
caricia que nos mantiene con vida, antes de la cual no hay nada? ¿Una caricia
de la cual nada, ni siquiera la muerte, nos puede separar?
Dios piensa en nosotros, nos
acompaña en el camino de la vida, nos protege, ¡y sobretodo nos ama!
Un corazón habitado por el amor
a Dios convierte en oración incluso un pensamiento sin palabras, o una invocación
delante de una imagen sagrada, o un beso enviado hacia la iglesia.
Es hermoso cuando las madres
enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta
ternura hay en eso! En aquel momento el corazón de los niños se transforma en
lugar de oración.
La oración es un don del
Espíritu Santo. ¡No olvidemos nunca pedir este don para cada uno de nosotros!
El Espíritu de Dios tiene su
modo especial de decir en nuestros corazones “Abbà”, “Padre”, nos enseña a
decir Padre precisamente como lo decía Jesús.
Este don del Espíritu es en
familia donde se aprende a pedirlo y apreciarlo. Si lo aprendes con la misma
espontaneidad con la que aprendes a decir “papá” y “mamá”, lo has aprendido
para siempre.
El tiempo de la familia, lo
sabemos bien, es un tiempo complicado y concurrido, ocupado y preocupado.
Siempre es poco, nunca es suficiente. Siempre hay tantas cosas que hacer.
El espíritu de la oración
restituye el tiempo a Dios, sale de la obsesión de una vida a la que le falta
siempre el tiempo, reencuentra la paz de las cosas necesarias y descubre la
alegría de los dones inesperados.
Debemos aprender de Dios la
armonía de los ritmos familiares: la belleza de la fiesta, la serenidad del
trabajo, el espíritu de oración.
Que la oración brote de la escucha
de Jesús, de la lectura del Evangelio, no olvidemos cada día leer un pasaje del
Evangelio. Que la oración brote de la confianza con la Palabra de Dios.
El Evangelio leído y meditado
en familia es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Y por la mañana
y por la noche, y cuando nos sentamos en la mesa, aprendamos a decir juntos una
oración, con mucha sencillez: es Jesús el que vive entre nosotros.
En la oración de la familia, en
sus momentos fuertes y en sus pasos difíciles, somos confiados los unos a los
otros, para que cada uno de nosotros en la familia sea custodiado por el amor
de Dios.
Cfr.
Audiencia Papa Francisco 26 de agosto del 2015