La alegría es a menudo
entendida como la coronación de los propios deseos, de los planes, de lo que
más nos importa, como si fuera obvio saber lo que realmente da felicidad a la
existencia humana.
La cultura actual, con el poder de los medios de
comunicación, logra inculcar en la mente y en el corazón de toda la raza humana
un modelo de alegría que parece ser válido para todos los seres humanos de
cualquier país, tradición y etnia.
Pero ¿es verdad que el hombre
sabe bien lo que lo hace verdaderamente feliz?
“Cuando lo vieron, quedaron
sorprendidos” (Lc 2,48)
La primera reacción de María y
José, en el momento que encuentran a Jesús sentado en el templo hablando con
los maestros, es la del asombro, y no la de la angustia o la ira u otros
sentimientos negativos, que también se justifican por haber sentido el temor de
perderlo. El niño Jesús realiza algo inesperado y sorprendente para ellos, esta
profunda maravilla infunde en sus corazones una verdadera alegría. Esto es lo
que sentimos en la vida, cuando recibimos algo que va más allá de nuestras
expectativas y deseos. La alegría, la verdadera alegría, es siempre inesperada,
sorprendente y abre el corazón a horizontes infinitos.
La alegría buscada y planeada,
una vez alcanzada encierra el corazón humano dentro de los límites de los
propios deseos y lo empuja hacia otras aspiraciones que no han sido alcanzadas.
Realmente no se regocija aquel que alcanza la alegría planeada, sino aquel que
es alcanzado por la alegría nunca imaginada. No es casualidad que la primera
palabra, del saludo del Arcángel Gabriel a María en el momento de la
Anunciación, traducida durante mucho tiempo como “Ave” o “Salve”, signifique en
realidad “Alégrate”.
A María se le anuncia algo
inimaginable, que cambia radicalmente sus planes y sueños de amor con José, sin
embargo el ángel le dice que este anuncio es para su alegría. La alegría
autentica siempre trastorna los propios proyectos y va más allá de las
aspiraciones humanas.
El Papa Francisco nos enseña
que la tarea principal de la Iglesia es anunciar la “Alegría del Evangelio”
(Evangelii Gaudium), porque sólo el Evangelio revela la verdadera
alegría y educa el corazón del hombre a la alegría misma.
Si el Evangelio revela la
alegría al hombre, la familia es la cuna de está. Así como todo matrimonio nace
del gran deseo de una joven pareja de encontrar en él una plenitud de alegría,
del mismo modo fracasa porque este deseo no se satisface. Por lo tanto es
esencial en el matrimonio cuidar la alegría del amor.
La alegría matrimonial puede
vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el matrimonio es una
necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, de tensiones y de descanso, de
sufrimientos y de liberaciones, de satisfacciones y de búsquedas, de molestias
y de placeres, siempre en el camino de la amistad, que mueve a los esposos a
cuidarse: “se prestan mutua ayuda y servicio” (AL 126).
Preservar y alimentar la
alegría del amor conyugal no es sólo una cuestión de voluntad, si no de
descubrir más allá de atractivos físicos o psicológicos el valor sagrado del
otro, el gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal,
que existe más allá de las propias necesidades.