Hoy más que nunca somos
testigos de la difusión de una mentalidad que manipula en todo y para todo el
acto generador de la criatura humana hasta tal punto que lo separa por completo
de su vínculo original con la familia, ya no se percibe la más mínima
diferencia entre generar un ser humano a través del acto conyugal natural y
generarlo a través de la inseminación artificial u otras prácticas en continua
evolución. Esta forma de pensar se extiende por una sola razón: el hombre ha perdido
la percepción de que un hijo es un gran don que proviene de Dios.
En este escenario el hombre
pierde el sentido de Dios y, como consecuencia, el hombre mismo se siente
señor, incluso en la concepción de una nueva vida humana. Por lo tanto, solo
una visión desde la fe cambia por completo la perspectiva de la vida.
Incluso cuando un niño llega al
mundo en circunstancias no deseadas, los padres, u otros miembros de la
familia, deben hacer todo lo posible por aceptarlo como don de Dios y por
asumir la responsabilidad de acogerlo con apertura y cariño. Los adultos
debemos evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha
sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres. El
don de un nuevo hijo, que el Señor confía a papá y mamá, comienza con la
acogida, prosigue con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como
final el gozo de la vida eterna. Una mirada serena hacia el cumplimiento de
último de la persona humana, hará a los padres más conscientes del precioso don
que les ha sido confiado. (AL 166)
Las familias que acogen, educan
y rodean con su afecto a los hijos, muestran a todo el mundo el valor sagrado y
absoluto de la vida humana. De hecho es tan inalienable el derecho a la vida
del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede
plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar
decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede
ser objeto de dominio de otro ser humano.
La familia protege la vida en
todas sus etapas y también en su ocaso, ciertamente la generación es un acto
divino, sin embargo, el acto de acogida de una nueva vida no es menos sagrado.
Después de todo, María y José testifican que su grandeza radica en haber acogido
al Verbo de Dios, permitiendo de esta manera que se encarnase en el mundo.
Es cierto que no todos generan
biológicamente, pero todos estamos llamados a acoger la vida siempre, en
cualquier lugar y situación. Los que asumen el desafío de adoptar y acogen a
una persona de manera incondicional y gratuita se convierten en mediaciones del
amor de Dios.
La familia es el lugar por
antonomasia de la cultura de la vida porque es el lugar por excelencia de la
presencia de Dios. Cuando en cada hogar sea reconocido este binomio natural
entre Dios y la vida, el mundo será más humano y cada hombre estará siempre protegido
en su singular dignidad.