“Todos cuantos le oían estaban
estupefactos por su inteligencia y sus respuestas” (Lc 2,47)
El Evangelio nos narra la
primera vez que Jesús habla e interactúa con los maestros del templo, sus palabras
dejan a todos sorprendidos y asombrados por su inteligencia, Jesús establece un
dialogo dinámico y animado, nadie está excluido, su palabra logra llegar a
todos.
Todos necesitan la salvación de
Dios, y esta redención llega a todos los hombres a través de la misericordia
divina revelada en el rostro del Hijo.
Hoy, la Iglesia tiene la misión
de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por
su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. No existe
fragilidad o debilidad humana que anule o detenga la misericordia divina, sino
que, al contrario, “una vez que hemos
sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad
por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá
y vivir de otra manera” (Misericordia et Misera 1).
Es erróneo y algo engañoso
pensar que la acción misericordiosa de Dios es una recompensa que se da a
aquellos que han abandonado su miseria. La misericordia de Dios nunca es
conquistada o pagada a un alto precio, sino que siempre es dada y ofrecida
gratuitamente a todos, para poder abrazar una nueva vida.
Es la experiencia siempre
gratuita y sorprendente del perdón de Dios lo que pone en movimiento en el
corazón humano un verdadero y sincero deseo de conversión y cambio para una
nueva vida.
¡Nadie, absolutamente nadie
está excluido de la misericordia de Dios! Incluso para aquellos que por
diversas razones permanecen en un estado que no se ajusta al ideal evangélico,
los brazos del Padre misericordioso están siempre abiertos.
Nunca hay que olvidar la
propuesta de la reconciliación sacramental, que permite colocar los pecados y
los errores de la vida pasada y de la misma relación, bajo el influjo del
perdón misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora.
Es la misericordia divina la
clave para entender el proyecto del matrimonio indisoluble: la firmeza y
fidelidad de Dios sana, levanta y perdona al hombre herido, pero también le
invita a fundar su vida, no sobre arena, sino sobre la roca de su amor.
El don de la indisolubilidad
del sacramento del matrimonio no está en duda. La Iglesia sabe muy bien que “toda
ruptura del vínculo matrimonial va contra la voluntad de Dios” (AL 291), ya que
la indisolubilidad matrimonial es “fruto, signo y exigencia del amor
absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su
Iglesia”
La celebración del sacramento
del matrimonio ofrece un “corazón nuevo”: de este modo los cónyuges no sólo
pueden superar la “dureza de corazón”, sino que también y principalmente pueden
compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha
carne.
Por lo tanto la indisolubilidad
matrimonial no es solo un don para los cónyuges, sino para toda la Iglesia.