En
nuestra catequesis de este mes, concluimos la reflexión sobre el gran sueño de
Dios, su proyecto de amor para cada uno de nosotros y para nuestras familias.
Los
esposos, en virtud del sacramento del matrimonio se aman divinamente, se aman
desde Dios.
El
Papa Francisco afirma:
“Toda
la vida en común de los esposos, toda la red de relaciones que tejerán entre
sí, con sus hijos y con el mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia
del sacramento que brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua, donde
Dios expresó todo su amor por la humanidad y se unió íntimamente a ella”.
“Los
esposos nunca estarán solos con sus propias fuerzas para enfrentar los desafíos
que se presenten. Ellos están llamados a responder al don de Dios con su
empeño, su creatividad, su resistencia y su lucha cotidiana, pero siempre
podrán invocar al Espíritu Santo que ha consagrado su unión, para que la gracia
recibida se manifieste nuevamente en cada situación” (AL 74).
Es
cierto que el amor entre esposos no alcanza la perfección del amor de Dios, es
un signo imperfecto de este amor divino, incluso el matrimonio más logrado, el
más exitoso y el más santo no alcanzan la plenitud del amor de Dios.
La causa de tantos sufrimientos
familiares es justamente esta: la creencia generalizada y común de que el
propio matrimonio es el logro del objetivo final tan anhelado, alcanzado sólo
por nuestras propias fuerzas y posibilidades.
No es el amor nupcial con el
propio cónyuge lo que nos hace alcanzar la felicidad humana, ya que no existe
un cónyuge que no tenga límites, debilidades o fragilidades.
Los
esposos no están destinados al matrimonio terrenal, sino al matrimonio eterno:
las bodas de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. Es lo eterno lo que da
verdadero gusto y sabor a lo humano, pero sin esta referencia todo se vuelve
insípido y pierde su rumbo, provocando crisis conyugales y familiares
generalizadas de las que no se salva nadie.
El
matrimonio es sólo el aperitivo de la felicidad, pero no es la felicidad en sí
misma. El matrimonio es la verdadera puerta de entrada al sendero que conduce a
la alegría plena, pero detenerse en la puerta equivale a arriesgarse a no
participar nunca en el banquete de las bodas eternas. Por lo tanto debemos
tener siempre presente la obra redentora que Cristo ha realizado:
“En
la encarnación, él asume el amor humano, lo purifica, lo lleva a plenitud, y
dona a los esposos, con su Espíritu, la capacidad de vivirlo, impregnando toda
su vida de fe, esperanza y caridad. De este modo, los esposos son consagrados
y, mediante una gracia propia, edifican el Cuerpo de Cristo y constituyen una
iglesia doméstica” (AL 67).
El gran misterio de Cristo y de la Iglesia está en juego en la familia,
porque es ahí donde Dios muestra su Rostro al mundo en nuestra carne y en
nuestras relaciones familiares, cumpliendo así su gran sueño para la humanidad.