Nuestra catequesis de la
familia de este mes, es sobre la responsabilidad de comunicar la fe, de
transmitirla tanto dentro de la propia familia como hacia afuera de ella.
En un primer momento, podemos
recordar esta expresión del evangelio, que parece contraponer los vínculos de
la familia y el hecho de seguir a Jesús:
“El que quiere a su padre o a
su madre más que mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más
que mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es
digno de mí”(Mt 10, 37-38).
Naturalmente, Jesús no quiere
cancelar el cuarto mandamiento, no nos pide ser insensibles a los vínculos
familiares. Al contrario, cuando Jesús afirma el primado de la fe en Dios, no
encuentra una comparación más significativa que los afectos familiares.
Los vínculos familiares en el
seno de la experiencia de la fe y del amor de Dios, se transforman, se llenan
de un sentido más grande y llegan a ser capaces de ir más allá de sí mismos
para crear una paternidad y una maternidad más amplias, y para acoger como
hermanos y hermanas también a los que están al margen de todo vínculo.
En la familia es donde
aprendemos a vivir en el afecto y el amor a los demás, y este es precisamente
el lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos.
La invitación a poner los
vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de la alianza con
el Señor no los daña; al contrario, los protege, los desvincula del egoísmo,
los custodia de la degradación, los pone a salvo para la vida que no muere.
La vivencia de un estilo
familiar en las relaciones humanas es una bendición para todos los pueblos:
vuelve a traer la esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan
convertir al testimonio del Evangelio, hacen tocar con la mano las obras que
Dios realiza en la historia.
Una sola sonrisa,
milagrosamente arrancada a la desesperación de un niño abandonado, que vuelve a
vivir; un solo hombre y una sola mujer, capaces de arriesgar y sacrificarse por
un hijo de otros y no sólo por el propio, nos explican el obrar de Dios en el
mundo más que mil tratados teológicos. Estos gestos del corazón son más
elocuentes que las palabras.
La familia, que responde a la
llamada de Jesús, vuelve a entregar la dirección del mundo a la alianza del
hombre y de la mujer con Dios. La familia que escucha la Palabra de Dios y la
pone en práctica, se convierte en el vino bueno de las bodas de Caná y fermenta
como la levadura de Dios.
Nuestras comunidades se han
convertido en desiertos por falta de amor, por falta de una sonrisa. Muchas
diversiones, muchas cosas para perder tiempo, para hacer reír, pero falta el
amor. La sonrisa de una familia es capaz de cambiar estos desiertos.
Donde hay
una familia con amor, esta familia es capaz de cambiar el corazón de toda una
comunidad con su testimonio de amor.
Cfr.
Audiencia Papa Francisco 2 de septiembre del 2015.