Este
mes reflexionamos sobre la problemática condición actual de los ancianos, que
en el ámbito de nuestras familias son los abuelos, los tíos y personas de la tercera edad que nos rodean.
Gracias
al progreso de la medicina la vida se ha alargado; pero la sociedad no se ha “abierto”
a la vida.
Los ancianos se multiplican
día con día, y es necesario darles espacios adecuados, con pleno respeto a su fragilidad
y dignidad, pero cuando somos jóvenes, somos propensos a ignorar la vejez y a
nuestros ancianos, queremos mantenernos alejados de la vejez como de una
enfermedad.
En
nuestra civilización actual parece que no hay sitio para los ancianos, es una
sociedad programada a partir de la
eficiencia, que como consecuencia, ignora a los ancianos. Y los ancianos son
una riqueza que no se puede ignorar.
La
atención a los ancianos habla de la calidad de una sociedad. En una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se
les descarta porque crean problemas, es una sociedad que lleva consigo el virus
de la muerte.
El
siglo actual es el "siglo del envejecimiento", los hijos disminuyen y los
ancianos aumentan; sin embargo en una cultura de la ganancia se insiste en ver
a los ancianos como un peso, un estorbo como seres que no producen.
Hay
algo de cobardía en habituarse a la cultura del descarte. Queremos borrar
nuestro miedo a la debilidad y a la vulnerabilidad; pero actuando así aumentamos en los ancianos
la angustia de la no aceptación y el abandono.
Los
ancianos son la reserva de sabiduría de nuestros pueblos, ¡Con cuanta facilidad
se deja dormir la conciencia, cuando no hay amor! Solo el amor nos puede salvar. Ignorar a nuestros ancianos, dejarlos a su
suerte, visitarlos solo de vez en
cuando, nos advierte el Papa Francisco, es un pecado mortal.
La
Iglesia siempre ha sostenido una cultura de cercanía a los ancianos, un estar
dispuestos al acompañamiento afectuoso y solidario en esta parte final de la
vida, como descubrimos en la Sagrada Escritura.
“No desprecies los discursos de los
ancianos que también ellos aprendieron de sus padres; porque de ellos
aprenderás inteligencia y a responder cuando sea necesario” (Sir 8,9)
La
iglesia no puede y no quiere conformarse a una mentalidad de intolerancia y
mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto a la vejez. Debemos despertar
el sentido colectivo de gratitud,
aprecio, hospitalidad que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad.
Los
ancianos somos nosotros dentro de poco o de mucho, inevitablemente. Enseñemos a tratar bien a los ancianos, como
tú trates serás tratado. Una comunidad
cristiana en la que proximidad y gratuidad ya no sean consideradas
indispensables, perderá inevitablemente el sentido y el alma.
Donde
no hay consideración hacia los ancianos, no hay futuro para los jóvenes.