domingo, 5 de enero de 2020

La Cultura de la Alegría


La alegría es a menudo entendida como la coronación de los propios deseos, de los planes, de lo que más nos importa, como si fuera obvio saber lo que realmente da felicidad a la existencia humana. 


La cultura actual, con el poder de los medios de comunicación, logra inculcar en la mente y en el corazón de toda la raza humana un modelo de alegría que parece ser válido para todos los seres humanos de cualquier país, tradición y etnia.
Pero ¿es verdad que el hombre sabe bien lo que lo hace verdaderamente feliz?

“Cuando lo vieron, quedaron sorprendidos” (Lc 2,48)


La primera reacción de María y José, en el momento que encuentran a Jesús sentado en el templo hablando con los maestros, es la del asombro, y no la de la angustia o la ira u otros sentimientos negativos, que también se justifican por haber sentido el temor de perderlo. El niño Jesús realiza algo inesperado y sorprendente para ellos, esta profunda maravilla infunde en sus corazones una verdadera alegría. Esto es lo que sentimos en la vida, cuando recibimos algo que va más allá de nuestras expectativas y deseos. La alegría, la verdadera alegría, es siempre inesperada, sorprendente y abre el corazón a horizontes infinitos.

La alegría buscada y planeada, una vez alcanzada encierra el corazón humano dentro de los límites de los propios deseos y lo empuja hacia otras aspiraciones que no han sido alcanzadas. Realmente no se regocija aquel que alcanza la alegría planeada, sino aquel que es alcanzado por la alegría nunca imaginada. No es casualidad que la primera palabra, del saludo del Arcángel Gabriel a María en el momento de la Anunciación, traducida durante mucho tiempo como “Ave” o “Salve”, signifique en realidad “Alégrate”.


A María se le anuncia algo inimaginable, que cambia radicalmente sus planes y sueños de amor con José, sin embargo el ángel le dice que este anuncio es para su alegría. La alegría autentica siempre trastorna los propios proyectos y va más allá de las aspiraciones humanas.

El Papa Francisco nos enseña que la tarea principal de la Iglesia es anunciar la “Alegría del Evangelio” (Evangelii Gaudium), porque sólo el Evangelio revela la verdadera alegría y educa el corazón del hombre a la alegría misma.


Si el Evangelio revela la alegría al hombre, la familia es la cuna de está. Así como todo matrimonio nace del gran deseo de una joven pareja de encontrar en él una plenitud de alegría, del mismo modo fracasa porque este deseo no se satisface. Por lo tanto es esencial en el matrimonio cuidar la alegría del amor.

La alegría matrimonial puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, de tensiones y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de satisfacciones y de búsquedas, de molestias y de placeres, siempre en el camino de la amistad, que mueve a los esposos a cuidarse: “se prestan mutua ayuda y servicio” (AL 126).


Preservar y alimentar la alegría del amor conyugal no es sólo una cuestión de voluntad, si no de descubrir más allá de atractivos físicos o psicológicos el valor sagrado del otro, el gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más allá de las propias necesidades.

jueves, 26 de diciembre de 2019

La Cultura de la Esperanza

A menudo, frente a los acontecimientos humanos repentinos, inesperados y sorprendentes en los que no podemos percibir ninguna lógica, ni podemos sacar ningún bien, la reacción del corazón es el rechazo, la rebelión y se llega incluso a la desesperación. No hay ninguna persona en la tierra que pueda decir que su vida se lleva totalmente de acuerdo con los planes y programas deseados.


Vivir se convierte en una eterna lucha para conquistar lo que a uno le parece que se merece. La palabra “esperar” en el lenguaje actual se convierte así en una ambición para alcanzar todo lo que desea el corazón, esperando tener éxito.


Frente a esta lógica preponderante que habita y domina la tierra aparece la figura de María, Ella habiendo vivido el dinamismo de acontecimientos inesperados, inimaginables e incluso a veces no deseados, muestra y enseña a todos el arte de conservar todo lo que sucede en el corazón. Esto significa que todo lo que se vive en la vida no hay que descartarlo, todo lo contrario, todo debe conservarse completamente dentro de uno mismo, para que el significado de todo se aclare con el tiempo y se revele la grandeza del designio de Dios.

No se trata de ninguna manera de afirmar que Dios ya ha establecido lo que ha de ocurrir en la vida de los hombres, esto significaría cancelar la libertad humana. La historia de cada persona es en cambio, la afirmación más grandiosa y extraordinaria de la libertad de la criatura humana, Dios nunca obliga a nadie a hacer algo, ni manipula los asuntos humanos.


El Papa Francisco siempre nos invita a buscar la luz de la Palabra de Dios y nos enseña que la Palabra es esencialmente una compañera de viaje para todos, no excluye a nadie. No hay ninguna situación conyugal y familiar crítica en que la Palabra de Dios no pueda mostrar su cercanía y proximidad. La pregunta fundamental sin embargo es: ¿Qué revela Dios con la luz de su Palabra? La Palabra de Dios nos revela “la meta del camino”, el punto de llegada de nuestro peregrinar por este mundo.


Es precisamente a partir de este único punto de llegada, que todos los acontecimientos humanos de la vida adquieren verdadero gusto y sabor. De este modo, la esperanza significa algo mucho más grande y profundo, en cada acontecimiento individual hay siempre una tensión hacia el verdadero destino último del hombre.


Nuestras familias están llamadas a hacer que, esta verdadera esperanza cristiana se convierta en la cultura del mundo de hoy: todo esto se experimenta, se realiza y se manifiesta sobre todo en la familia, en todas aquellas relaciones fundamentales en las que la experiencia básica del amor nos prepara al Amor eterno de Cristo, el esposo, con quien todos nos reuniremos en la comunión de los santos.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

La Cultura de la Vida. Parte II


Hoy más que nunca somos testigos de la difusión de una mentalidad que manipula en todo y para todo el acto generador de la criatura humana hasta tal punto que lo separa por completo de su vínculo original con la familia, ya no se percibe la más mínima diferencia entre generar un ser humano a través del acto conyugal natural y generarlo a través de la inseminación artificial u otras prácticas en continua evolución. Esta forma de pensar se extiende por una sola razón: el hombre ha perdido la percepción de que un hijo es un gran don que proviene de Dios.

En este escenario el hombre pierde el sentido de Dios y, como consecuencia, el hombre mismo se siente señor, incluso en la concepción de una nueva vida humana. Por lo tanto, solo una visión desde la fe cambia por completo la perspectiva de la vida.


Incluso cuando un niño llega al mundo en circunstancias no deseadas, los padres, u otros miembros de la familia, deben hacer todo lo posible por aceptarlo como don de Dios y por asumir la responsabilidad de acogerlo con apertura y cariño. Los adultos debemos evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres. El don de un nuevo hijo, que el Señor confía a papá y mamá, comienza con la acogida, prosigue con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como final el gozo de la vida eterna. Una mirada serena hacia el cumplimiento de último de la persona humana, hará a los padres más conscientes del precioso don que les ha sido confiado. (AL 166)


Las familias que acogen, educan y rodean con su afecto a los hijos, muestran a todo el mundo el valor sagrado y absoluto de la vida humana. De hecho es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser objeto de dominio de otro ser humano.

La familia protege la vida en todas sus etapas y también en su ocaso, ciertamente la generación es un acto divino, sin embargo, el acto de acogida de una nueva vida no es menos sagrado. Después de todo, María y José testifican que su grandeza radica en haber acogido al Verbo de Dios, permitiendo de esta manera que se encarnase en el mundo.


Es cierto que no todos generan biológicamente, pero todos estamos llamados a acoger la vida siempre, en cualquier lugar y situación. Los que asumen el desafío de adoptar y acogen a una persona de manera incondicional y gratuita se convierten en mediaciones del amor de Dios.

La familia es el lugar por antonomasia de la cultura de la vida porque es el lugar por excelencia de la presencia de Dios. Cuando en cada hogar sea reconocido este binomio natural entre Dios y la vida, el mundo será más humano y cada hombre estará siempre protegido en su singular dignidad.

jueves, 12 de septiembre de 2019

La Cultura de la Vida I


Dios afirma su natural predilección por la familia. El Verbo de Dios viene al mundo en la más absoluta pobreza e indigencia, renunciando prácticamente a todo excepto a una cosa: encarnarse en una familia con una madre y un padre.


San Lucas nos narra en su Evangelio como una vez que María y José encuentran a Jesús en el templo no se da un rompimiento en su relación, sino que por el contrario Jesús “volvió con ellos a Nazaret y vivió sujeto a ellos” (Lc 2,51) y concluye el pasaje de este modo:

“Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”
 (Lc 2,52)

El Evangelio nos enseña las cosas mejores y fundamentales que garantizan el crecimiento de los niños de manera integral.

El primer crecimiento es en “sabiduría”, no debe entenderse como la progresiva adquisición de una gran cantidad de conocimientos o habilidades. El verbo “sapere“, en su sentido etimológico significa gustar el sabor o el significado profundo de la propia vida. En general, pensamos que los años pasan gradualmente, en el transcurso del tiempo uno aprende a descubrir el sabor y el sentido de la vida.


El Evangelio, por otro lado, afirma una verdad que se opone a este pensamiento común, es decir, primero viene el verdadero sabor de la vida y luego sigue el paso de los años. Todo esto significa que cada santo día de la propia existencia, empezando por el primero, siempre debe experimentarse disfrutando de su belleza y profundidad. Solamente con este estilo de vida es posible que también se de la fecundidad de la obra de la gracia divina.
Ciertamente, la gracia de Dios precede siempre cualquier obra humana, pero su eficacia solo es posible si el hombre se hace dócil a su acción.


Finalmente el Evangelio subraya que el crecimiento de Jesús no es un hecho privado que afecte solo a su familia, sino que se realiza “ante los hombres”, es decir, bajo la mirada de todos los que forman parte de la comunidad. Aquí nuevamente el mensaje del Evangelio contrasta con la manera estrecha e individualista de pensar sobre las cosas que conciernen a la familia.


El crecimiento gradual de un pequeño ser humano no es algo que interese y preocupe sólo a sus padres, su evolución y madurez incumbe a todos, porque cada persona es siempre un capital humano para el bien de todos, y todos son llamados para que le sea dado, a cada pequeño ser humano en crecimiento, lo que le permita alcanzar su máximo desarrollo. Estamos ante un verdadero himno de la cultura de la vida, de la cual la familia es el útero original.


El Papa Francisco precisa que “la familia es el ámbito no sólo de la generación sino de la acogida de la vida que llega como regalo de Dios. Cada nueva vida nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes de que lleguen. Esto nos refleja el primado del amor de Dios que siempre toma la iniciativa, porque los hijos son amados antes de haber hecho algo para merecerlo” (AL 166).

lunes, 19 de agosto de 2019

La Misericordia de Dios y La Indisolubilidad Matrimonial


“Todos cuantos le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas” (Lc 2,47)

El Evangelio nos narra la primera vez que Jesús habla e interactúa con los maestros del templo, sus palabras dejan a todos sorprendidos y asombrados por su inteligencia, Jesús establece un dialogo dinámico y animado, nadie está excluido, su palabra logra llegar a todos.


Todos necesitan la salvación de Dios, y esta redención llega a todos los hombres a través de la misericordia divina revelada en el rostro del Hijo.

Hoy, la Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. No existe fragilidad o debilidad humana que anule o detenga la misericordia divina, sino que, al contrario, “una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera” (Misericordia et Misera 1).


Es erróneo y algo engañoso pensar que la acción misericordiosa de Dios es una recompensa que se da a aquellos que han abandonado su miseria. La misericordia de Dios nunca es conquistada o pagada a un alto precio, sino que siempre es dada y ofrecida gratuitamente a todos, para poder abrazar una nueva vida.

Es la experiencia siempre gratuita y sorprendente del perdón de Dios lo que pone en movimiento en el corazón humano un verdadero y sincero deseo de conversión y cambio para una nueva vida.

¡Nadie, absolutamente nadie está excluido de la misericordia de Dios! Incluso para aquellos que por diversas razones permanecen en un estado que no se ajusta al ideal evangélico, los brazos del Padre misericordioso están siempre abiertos.


Nunca hay que olvidar la propuesta de la reconciliación sacramental, que permite colocar los pecados y los errores de la vida pasada y de la misma relación, bajo el influjo del perdón misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora.

Es la misericordia divina la clave para entender el proyecto del matrimonio indisoluble: la firmeza y fidelidad de Dios sana, levanta y perdona al hombre herido, pero también le invita a fundar su vida, no sobre arena, sino sobre la roca de su amor.


El don de la indisolubilidad del sacramento del matrimonio no está en duda. La Iglesia sabe muy bien que “toda ruptura del vínculo matrimonial va contra la voluntad de Dios” (AL 291), ya que la indisolubilidad matrimonial es “fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia”

La celebración del sacramento del matrimonio ofrece un “corazón nuevo”: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la “dureza de corazón”, sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne.


Por lo tanto la indisolubilidad matrimonial no es solo un don para los cónyuges, sino para toda la Iglesia.

jueves, 11 de julio de 2019

El Gran Sueño de Dios, Parte III


En nuestra catequesis de este mes, concluimos la reflexión sobre el gran sueño de Dios, su proyecto de amor para cada uno de nosotros y para nuestras familias.


Los esposos, en virtud del sacramento del matrimonio se aman divinamente, se aman desde Dios.

El Papa Francisco afirma:

“Toda la vida en común de los esposos, toda la red de relaciones que tejerán entre sí, con sus hijos y con el mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia del sacramento que brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua, donde Dios expresó todo su amor por la humanidad y se unió íntimamente a ella”.

“Los esposos nunca estarán solos con sus propias fuerzas para enfrentar los desafíos que se presenten. Ellos están llamados a responder al don de Dios con su empeño, su creatividad, su resistencia y su lucha cotidiana, pero siempre podrán invocar al Espíritu Santo que ha consagrado su unión, para que la gracia recibida se manifieste nuevamente en cada situación” (AL 74).


Es cierto que el amor entre esposos no alcanza la perfección del amor de Dios, es un signo imperfecto de este amor divino, incluso el matrimonio más logrado, el más exitoso y el más santo no alcanzan la plenitud del amor de Dios.

La causa de tantos sufrimientos familiares es justamente esta: la creencia generalizada y común de que el propio matrimonio es el logro del objetivo final tan anhelado, alcanzado sólo por nuestras propias fuerzas y posibilidades.

No es el amor nupcial con el propio cónyuge lo que nos hace alcanzar la felicidad humana, ya que no existe un cónyuge que no tenga límites, debilidades o fragilidades.


Los esposos no están destinados al matrimonio terrenal, sino al matrimonio eterno: las bodas de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. Es lo eterno lo que da verdadero gusto y sabor a lo humano, pero sin esta referencia todo se vuelve insípido y pierde su rumbo, provocando crisis conyugales y familiares generalizadas de las que no se salva nadie.

El matrimonio es sólo el aperitivo de la felicidad, pero no es la felicidad en sí misma. El matrimonio es la verdadera puerta de entrada al sendero que conduce a la alegría plena, pero detenerse en la puerta equivale a arriesgarse a no participar nunca en el banquete de las bodas eternas. Por lo tanto debemos tener siempre presente la obra redentora que Cristo ha realizado:


“En la encarnación, él asume el amor humano, lo purifica, lo lleva a plenitud, y dona a los esposos, con su Espíritu, la capacidad de vivirlo, impregnando toda su vida de fe, esperanza y caridad. De este modo, los esposos son consagrados y, mediante una gracia propia, edifican el Cuerpo de Cristo y constituyen una iglesia doméstica” (AL 67).


El gran misterio de Cristo y de la Iglesia está en juego en la familia, porque es ahí donde Dios muestra su Rostro al mundo en nuestra carne y en nuestras relaciones familiares, cumpliendo así su gran sueño para la humanidad.

lunes, 10 de junio de 2019

El Gran Sueño de Dios, Parte II, El Amor Nupcial


En nuestra catequesis de la familia, de este mes, reflexionamos sobre el amor entre los esposos.

Jesús nos revela el camino verdadero y concreto del amor. Y el amor tiene su propio lenguaje, su expresión original, su forma de hacerse carne y este es el amor nupcial.


Existen diversos significados de la palabra “amor”: se habla de amor a la patria, de amor a la profesión o al trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Entre todos estos significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad irresistible, que hace palidecer a los demás tipos de amor.

Es el amor nupcial entre el hombre y la mujer el que revela la excelencia del amor de Dios realizado en Cristo, el amor nupcial ha sido desde siempre la revelación por excelencia del rostro de Dios.

“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo con respecto a Cristo y la Iglesia.” (Ef 5,31-32)

El apóstol San Pablo en esta cita, afirma que Dios al crear a Adán y a Eva para formar una sola carne, ha pensado en el gran misterio de Cristo y la Iglesia. Dios ha mirado este su gran sueño desde el principio de la creación.


Los esposos son por tanto el recuerdo permanente de lo que aconteció en la cruz, son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento del matrimonio los hace partícipes.

Por estas razones el sacramento del matrimonio no puede ser entendido y vivido como un evento social, un rito vacio o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos, porque “su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia” (AL 72).


El sacramento no es una cosa o una fuerza, porque en realidad Cristo mismo mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos. Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros.

El matrimonio cristiano es un signo que no sólo, indica cuánto amó Cristo a su Iglesia en la alianza sellada en la cruz, sino que hace presente ese amor en la comunión de los esposos. (AL 73)

El mismo e idéntico amor de Cristo, entregado en la cruz por la Iglesia, es el mismo amor que los esposos se entregan mutuamente.